El miércoles nos tocaba pedregal en el pre Atlas o
Anti-Atlas. Se trata de unas montañas sembradas de piedras y peladas de
vegetación, con un paisaje muy característico. L*s que hayáis estado, o si
habéis visto Babel, de Alejando González Iñárritu, sabéis a lo que me refiero.
Se trataba de llegar al valle del Dades cruzando el Tzin Atta, de 2.300 metros de altitud.
Empezamos desde los pies de las montañas, siguiendo el curso de un río por un
camino consistía en una peligrosa mezcla de arena y cantos rodados que te
obligaba a estar siempre muy atento. Después, seguimos una revirada pista por
un paisaje montañoso espectacular. Mucha piedra en el camino, en 1ª o 2ª todo
el rato. La moto, ahogada por la poca velocidad y la boca, seca por la
concentración y la aridez del entorno. En la cima, un par de acelerones a la
moto, una cerveza a mi estómago y los dos listos para enfilar la bajada. A unos
10 kilómetros
para el final, la broma del día: una pista no muy difícil, pero que se hizo
casi imposible porque el sol estaba ya muy bajo y nos daba en la cara,
volviéndonos ciegos virtualmente. Los que llevaban casco con visera algo más
pudieron ver, un metro o dos de camino. Los que llevábamos casco integral,
hacíamos un acto de fé en cada palmo que recorríamos. Encima nos perdimos. Al
final acabó siendo el día que llegamos más justos de luz, prácticamente
anochecidos al valle de las rosas. Qué cansado me encontraba.
Ya había llegado el jueves y Roc se había levantado
preocupado. Teníamos que llegar a lo alto del Atlas por pistas y seguía
habiendo nieve en la parte alta de la ruta. – Las motos todavía, pero que pase
el camión, no lo veo- decía. –Por esas montañas, si hay mucho fango y nieve y
me resbala el camión, me voy para abajo -. Yo tampoco lo veía, Roc, mis fuerzas
estaban muy justas y mi voluntad andaba tocada. Decidimos entre todos cambiar
un poco la ruta: en vez de dormir en lo alto, atravesaríamos el Altas por
carretera y nos quedaríamos en Khenifra, a 180 kilómetros de
Fez. Así podríamos llegar tempranito y visitar la medina de la ciudad, que es
espectacular. Eso hicimos, tomamos la carretera que sube por la garganta del
Todra. Un puerto de montaña con un asfalto bastante bueno, una subida muy
divertida. Tortilla bereber y unos tés en lo alto del puerto. La cosa cambió
bastante en la carretera que lleva a Khenifra. 2 metros de asfalto para
compartir entre los 2 carriles y todos el mundo sin querer pisar tierra. Si has
estado en Marruecos, has conocido el verdadero significado de “carreteras rotas”.
Prudencia, concentración y otra vez a punto de hacerse de noche al llegar a la
ciudad.
El viernes comenzó mal porque algunos del grupo habían
pasado una noche toledana con sus tripas. Vómitos, diarreas, en fin, ya sabéis
de qué os hablo. Menos mal que iba a ser una etapa corta y tranquila. Pues nada
más lejos de la realidad. Empezamos la ruta por una carreterucha preciosa que
discurría entre bosques de cedro y zonas de pasto. A los pocos kilómetros nos
encontramos con un cartel informando que la carretera estaba cortada. No
hicimos mucho caso de la advertencia, pero cuando vimos cuatro botellas de vino
vacías formando una línea que atravesaba la calzada un poco más adelante, nos
lo tomamos más en serio. Puede que hace tiempo pusieran un cartel y se les
hubiera olvidado, pero esas botellas, además de vino, nos parecieron un claro
mensaje de peligro. Parada que se aprovechó por algunos para vaciar sus mórbidos
intestinos y por el resto para estudiar la situación. Las motos igual pasaban,
pero el camión era una incógnita. Según un viejo pastor bereber que apareció
por allí, ni las unas ni el otro. Eso lo entendimos seguro, la explicación de
que el desprendimiento de una ladera había hecho desaparecer aquel bonito
camino, fue más adivinación que otra cosa, porque yo creo que aquel hombre no
hablaba ni árabe. Había que improvisar una ruta alternativa.
Esa alternativa se veía bien sobre el mapa pero sobre el
terreno se hizo realmente dura para algunos: los enfermos. Sobre todo para
Javier, de Valencia, que era el que peor estaba. El asfalto fue desapareciendo
rápidamente, mientras era sustituido por lo que nos faltaba por probar en el
viaje: barro. El día era radiante, pero las intensas lluvias de las jornadas
anteriores, además de deslizar laderas por carreteras, embarraron sin misericordia
nuestra vía alternativa. Vale, a lo mejor no había tantísimo barro, pero es que
a mí la combinación de agua y tierra me da miedo. Iba montado sobre una
tigresa, el único felino al que le gusta el agua, de manera que debía relajar
mi sistema muscular y pasar con decisión aquellos charcos del demonio. Que se
noten bien esos tacos en las ruedas.
Una vez más el paisaje era increíble. La pista vagabundeaba
escondiéndose por aquellas montañas del Atlas entre bosques, ríos, aldeas,
pastos y ganado, donde parece que el tiempo se detuvo hace muchos años y se
niegan a sucumbir a la voracidad de los mercados. Una vista verde y montañosa,
otra muestra de los contrastes de la naturaleza en Marruecos. Todo esto me proporcionaba
una sensación intensidad muy grata de revivir. Con razón dicen que engancha.
Pero hay que seguir el camino y todavía queda un río por vadear. Un río recién
nacido que sólo me plantea ciertos problemas a mí por el ímpetu que imprime el
miedo. Los ríos no se cruzan tan rápido. La jornada volvió a acabar
anocheciendo. En lugar de los 180 kilómetros previstos, hicimos casi 300.
Adiós a la visita a la medina, los enfermos a la cama y los sanos a la cerveza.
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